




Espero que cuando yo este muerto, comprendaís que conseguí tanto como pude
Orhan Pamuk
A.-Veo una fotografía de Orhan Pamuk. Aparece sentado frente a un escritorio en desorden (probablemente su escritorio y su desorden), acodado sobre la mesa y apoyando su cara con una de sus manos. Sonríe y mira a la cámara mientras un gato blanco, mofletudo y serio, observa lo mismo que mira Orhan. Al fondo, en un muro, hay decenas de papeles pegados, papeles que contienen notas. Seguramente ideas, recados o simplemente listados de obligaciones. Naturalmente, hay una pequeña biblioteca con libros mal dispuestos y de todas las dimensiones, sin embargo, sigo concentrado en el muro con los papeles pegados y cada vez que vuelvo a concentrarme en la sonrisa de Pamuk, me da la impresión que se parece a cierto personaje y me pregunto a quién. Porque he visto otras imagenes de este escritor, pero no se parece realmente a nadie que yo conozca o a nadie del que pueda confirmar un parecido asombroso. Debe ser el ángulo o el flash, o ambas cosas, pero el hecho es que en la fotografía que miro, Orhan Pamuk se parece a Bill Gates.
B.-Estambul es el segundo libro que leo de Pamuk. Antes leí Nieve y en honor a la verdad, no me pareció un libro descollante. La historia era intensa a ratos y mantenía cierto ritmo, sobretodo, por el juego manifiesto entre la historia política, religiosa y cultural de un país como Turquía, con el interín privado de un poeta que parece salido de una profecía musulmana y que de tanto en tanto, tiene inspiraciones, verdaderas iluminaciones poéticas sobre lo que pasa la ciudad limítrofe en la que descubre un peligroso entramado fundamentalista. Pero Estambul difiere de Nieve, no tanto por el contenido del relato, sino por su forma. Mientras que Nieve es esencialmente una novela, Estambul es un diario de vida o un puñado de crónicas, ensayos y cuentos en torno a la antigua capital del Imperio Otomano y a la persona de un hombre, de la niñez y juventud de un hombre: Orhan Pamuk, el personaje de la fotografía que se parece a Bill Gates.
C.-El libro se lee rápidamente. Sus más de cuatrocientas páginas de texto, se amenizan con imágenes de Estambul o de pinturas y autores del siglo XIX. Y entre ellas, hay historias que quedan grabadas justamente por eso que Pamuk critica (el exotismo). La historia de un viejo escritor de mediados de siglo XX que intentó en tres ocasiones (sin éxito cada una de ellas) realizar una enciclopedia de Estambul, los viajes de Nerval, Gautier y Flaubert, el espectáculo nocturno de barcos y palacios antiguos que arden en el Cuerno de Oror, etc, hacen de este libro, algo único.
D.-Pamuk, premio Nobel de Literatura, utiliza su propia vida como engranaje de las historias que conforman su ciudad natal. Los mitos, los personajes insignes y olvidados, la precariedad y sobretodo, la contradicción entre oriente y occidente, son temas que se resuelven fluidamente a través de los ojos de un niño de clase media alta. Un niño que lo tiene todo; buena educación, dinero y un soñado de estudio de pintura con vista al mar para él solo. Y es en esta imagen, la de un niño mimado que pinta barcos en el Cuerno de Oro, la de un niño que a los dieciocho deja de ser niño y debe enfrentarse a sus estudios de arquitectura, la de un niño que sueña eternamente y que de pronto se ve presionado por su propia ciudad, por su madre, por el padre de su novia, la que se me asemeja a lo que veo en mi imágen actual. Porque Orhan decide ser escritor del mismo modo que alguien decide comprarse una casa, del mismo modo que alguien como Bill Gates decide fundar Microsoft. Algo con qué ganarse la vida y triunfar al mismo tiempo, pero de ningún modo, una apuesta segura.
José Santos González Vera
A.-Rodrigo Fresán en uno de sus relatos o en una de sus confesiones literarias, escribe en Historia Argentina, que al momento de leer a un buen autor se nos pasa por la cabeza el rostro de ese autor. Cómo era, quien era, cómo sonría y cómo fruncía el ceño. Afortunadamente -continúa Fresán- hay editoriales que en la solapa, incluyen fotografías del autor.
B.-La edición de vidas mínimas que tengo en mis manos, es de la antigua y ya extinta editorial Nascimento. Hojas de papel roneo, dimensiones pequeñas y letras perfectamente legibles. Se entiende por lo tanto, que por todo ello, fricciones violentas o simplemente descuidos al momento de guardar el libro en un bolso o ubicarlo sin mayores miramientos bajo otros libros, produce el desmigajamiento paulatino del texto. Desmigajamiento y no descascaramiento, porque a estas alturas un libro es como el pan. Sin embargo, más allá de ese minúsculo problema, no hay nada malo en la modesta y útil, Editorial Nascimiento, de la que personalmente tengo muy buenos recuerdos, sobretodo con el retrato de un adolescente de James Joyce. En síntesis, todo bien, excepto por la carencia de la imagen del autor en la solapa.
C.-¿Pero, por qué es tan importante verle la cara a González Vera? Porque en este caso, vida y obra se funden en un mismo plano: En el conventillo, en el pescadero, en las ancianas que van y vienen por sus habitaciones como si ya estuviesen muertas sin saberlo. González Vera vivió en un conventillo (Vidas mínimas le debe el nombre a este relato, a esta forma de vida, a este hogar de medio mundo) y leyó como en su novela, a Kropotkin, Malatesta, Zola y por supuesto, a Bakunin. Entonces ¿Cómo privarnos del rostro de un autor que está ahí, en medio de lo que leemos?
D.-Vidas mínimas es un testimonio, uno sincero y legible (no como los de Vicuña Mackena, Barros Arana, Salazar o Villalobos). Quiero decir, un testimonio sin pretensiones de verdad o de verdades generales, sino, sólo un relato sin otra expectativa que la de ver la luz desde abajo, desde donde se produce el relato, desde la experiencia, desde la pequeña ambición de traducir a palabras lo que se vive a diario.
Raymond Chandler.
A.-La literatura negra, o el género negro, tienen esa particularidad trastornante de enredarlo todo. Los nombres, las direcciones, las palabras, y naturalmente las relaciones causa-efecto. En general, la forma tradicional de narrar una -o varias- historia peca de cierta omnisciencia presuntuosa que lo deja todo, a veces desde el comienzo, al descubierto. Es más, en ese tipo de narraciones lineales, decimonónicas, facilistas, todo se sujeta en la horizontalidad, orden y claridad del relato.
B.- Pero quedamos en que la literatura negra, a diferencia de la literatura rosa o de la literatura del siglo XIX y por lo tanto, la literatura anterior al romanticismo, lo enreda todo. ¿cómo? ¿cómo lo enreda¿ ¿Cuál es el propósito de dificultar el entramado de una historia? Creo, después de algunas pequeñas e insignificantes lecturas del género, que la meta es la misma que persigue el detective, si es que se trata de una meta en el amplio sentido de la palabra: en el deportivo y en el desafío. De cualquier modo, los detectives como sabemos, son los protagonistas indiscutidos del género negro.
C.-Lo que se narra y lo que narra James Ellroy o Raymond Chandler o Truman Capote o Brian de Palma o Frank Capra, es lo que sabe el detective, es decir muy poco al comienzo, un poco más durante el intermedio y probablemente mucho, al final. Son las pistas que encuentra, los golpes que recibe por encontrar o sólo buscar estas pistas y ante todo, son los apuntes que redacta minuciosamente en sus informes pagados de detective privado.
D.-Philip Marlowe es el persona de Chandler. Un detective sin otro motor que el que entrega su oficio. El clásico ex policia de Los Angeles que a fuerza de frustraciones o derechamente, de decepciones, enciende sus fuegos sobre una oficina mal cuidada y desaseada de la que pende un letrero con su nombre y oficio. Marlowe es el estereotipo. Lo que es Vito Corleone para los capos o Woody Allen para los neuróticos sicosomáticos y sobre esta figura, carismática sin duda, se construye lo que Osvaldo Soriano logró rescatar en su Triste y Solitario final. La vida y actitud de un hombre (un personaje, pero también un autor y un género literario) que sobrevuela sus propias limitaciones en la búsqueda más antigua de todo pensamiento: la verdad.
A.-Hace una semana atrás leí que Mark Chapman (el asesino de John Lennon) había disparado sólo porque quería ser alguien o en otras palabras, porque no quería ser un don nadie. Hizo el cálculo demográfico a nivel mundial y sacó por conclusión, que él, era uno de esos números ínfimos que aparecen en los atlas o en los censos mundiales. Nada más que un numerito. Uno entre millones y eso le exasperó hasta el punto de tomar una pistola y disparar por la espalda a Lennon (quien no era solamente un numerito en el censo anual).
B.-Algo así es lo que pasa en El Pabellón de Oro. Mizoguchi, el protagonista de la obra de Yukio Mishima, es un tipo corriente, un estudiante budista como cualquier otro. El problema es que Mizoguchi tiene un trauma o dos tal vez; uno que se refleja en su madre y otro que se entronca en torno a la figura de Uiko, una mujer que forma parte de su pasado del mismo modo que Nagasaki es el pasado de Japón. Bueno, y hay otro detalle: Mizoguchi tartamudea y no es muy atractivo.
C.-Conforme pasa el tiempo, Mizoguchi se aisla y se retuerce en sus traumas o lo que es igual, en sus teorías intimas sobre la vida, el orden del cosmos y sobretodo la belleza. ¿Puede ser la belleza algo tan feo? Se pregunta una y otra vez en medio del templo budista que lo acoge. Y la pregunta irá desenrollandose hasta una conclusión inevitable donde prima ese sentido de la estética tan japonés, el mismo que se oye en los cánticos budistas roncos y guturales, el mismo de ese erotismo cargado de sangre y silencio, el mismo sentido de la belleza que hay en el atuendo de una geisha.
D.-La historia transcurre en los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial. Es un período absolutamente negro en la historia de Japón (con norteamericanos invadiendo algún país, la oscuridad es indiscutible) y en términos globales, de oriente. La obra toca el conflicto de Corea y si Mizoguchi hubiese sido más concienzudo podría haber rozado la guerra de Vietnam. Es el trasfondo de esta historia lo que da el motivo a Mizoguchi. La inevitable mortandad de la humanidad, la inexpugnable racionalidad de la destrucción y la soledad insignificante de un tartamudo feo, es lo que pone en marcha la razón de nuestro protagonista. Un hombre sin cualidades extraordinarias que viaja mental y corporalmente por un Japón devastado y en riesgo constante de perderlo todo. Mizoguchi ve entonces, la belleza de un templo y la fealdad de si mismo como una razón o quizás como una obligación, donde es él -a fuerza de mal- quien debe compensar la transparencia de sí en un millar de personas, dando el tiro de Chapman o el puñal por la espalda a un templo que eventualmente, arderá como un bonzo.